En nuestro barrio, como en botica, hay de todo, y cuando digo todo, eso incluye un "cutre-inglés" chino. Vaya por delante que yo detesto estos centros del mal gusto y los productos de mala calidad. Es decir, que si me pierdo, a mí no me encontraréis en uno de estos sitios con un olor a plástico que tira para atrás. Y las fantasías chinas de figuritas, de colores pastel y de artículos imaginados por mentes retorcidas pueblan mis pesadillas. En resumen, estoy contra estos templos de la fealdad.
Esta chinoiserie se encuentra situada en plena carretera de Jaén, justo enfrente de la estación de Autobuses, y es enorme. Serán unos 500 metros de exposición con relojes de cuco, fuentecillas con circuito permanente, alfombrillas para el baño, toallas-manta con algún estampado realmente infame, figuras de jirafas de tamaño natural, plásticos en todos los colores y formas (posibles e imposibles), productos de limpieza que seguramente no han pasado ningún control de calidad -de hecho, no lo han pasado-, aparatos eléctricos para la iluminación que pueden ser de uso único (es decir, los enchufas y te alumbran la habitación porque inmediatamente salen ardiendo literalmente)... Me es difícil hacer un inventario preciso de los artículos locos que se pueden encontrar allí sin volverme yo a mi vez literalmente loco.
Bueno, con todo esto quiero decir que a mí estos sitios me parecen un paso atrás. Todo ha ido cambiando para peor. Los productos artesanos ya no cuentan. Todo es plástico. Las tiendas de toda la vida han tenido que ir cerrando ante la competencia desleal de las grandes superficies, de los centros comerciales mastodónticos y de las chinoiseries. Hemos perdido la oportunidad de charlar con el señor Frasquito, que nos arreglaba los zapatos y los dejaba como nuevos. O con Maruja, la señora de la droguería. O con Mari Pepa, que llevaba la papelería del barrio y traía cuadernos de tapas rígidas de Miquelrius. O con Rosa, que tenía 67 años y llevaba el pelo teñido de naranja como una cabaretera, pero ¡qué pan más rico que vendía!
Ahora todo es impersonal. Estos pobres chinos no tienen muchas ganas de contar la vida de miseria que han dejado en China (ni tienen por qué hacerlo), y además tienen un dominio limitado de la lengua de Cervantes, así que poca conversación se puede establecer con ellos. Eso por no hablar de la desconfianza que les produce cualquier persona, teniendo en cuenta las noticias que destapa de vez en cuando la prensa. Total, que todo acto de comunicación con ellos se reduce a "¿Cuánto? 15 euros".
El único consuelo que me queda es que esta gente por lo menos ha escapado de una vida ruinosa, y con todo lo que curran sin duda tendrán un presente mejor y un futuro prometedor para sus familias. Todo ello a cambio del mal gusto imperante en sus tiendas. ¡Qué se le va a hacer!
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