Siempre me ha llamado la atención el uso de la palabra "motel": suena a escenario norteamericano, a lugar para las andanzas de Sailor y Lula, la pareja inventada por Barry Gifford. Y bueno, esa es la estética que luce.
Nunca he tenido la ocasión de acampar aquí; vivo cerca y sería absurdo. Pero sé que es un lugar que cuenta con buenas dotaciones y que ha recibido numerosos premios por la calidad de sus prestaciones, ya desde los años 70, tal como puede leerse en las placas que luce en la fachada.
Tiene dos piscinas de uso restringido para los campistas: es un requisito imprescindible. Alguna vez han tenido que sacar a alguna señora del barrio empeñada en saltarse las normas a la torera y que, sin encomendarse ni a Dios ni al diablo, se ha tirado en plancha a una de las piscinas, con su bambo de fantasía, su pelo tintado y sus chanclas de no menos colorines. Al parecer, solo atendió a razones para salir de la piscina cuando los socorristas la amenazaron con obligarla a hacer largos durante todo el día, lo que le pareció un precio demasiado alto que no estaba dispuesta a pagar.
Me pregunto cómo ha sobrevivido este oasis milagroso al acecho sin escrúpulos de los depredadores de cualquier vestigio verde en la ciudad: sin duda representa un terrero muy apetecible para los dioses del hormigón. ¿De cuántos bloques estamos hablando? ¿Y plantas? ¿Y pisos por planta? O estudios para los estudiantes del campus de Cartuja. ¿Y en términos de plazas de garaje? Me pregunto si, por maravilla, goza de alguna protección especial.
Al menos, para quienes no acampamos allí, la terraza y el restaurante sí son de acceso público, y durante las noches de verano se está en la gloria con una cerveza fría y es frescor de los árboles y la piscina. Lo que no me gusta es que también aquí las sillas y las mesas sean de plástico proporcionadas por una marca publicitaria. Pero puedo transigir con ello, a cambio de que este camping motel siga durante muchos años en su actual emplazamiento. Es mi sitio favorito del barrio.
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