En el barrio tenemos al menos una floristería, la floristería Raysa, situada en un soportal junto a una ferretería -un establecimiento igualmente necesario- y Correos, al principio de la avenida de Joaquina Eguaras. Es lo que tienen los barrios: que no salimos de un escaso perímetro.
Ser florista es un oficio poco usual. Sin embargo, debe de resultar muy satisfactorio. Vender plantas, informar sobre ellas, los nombres extraños, los cuidados que requieren, la floración... Las plantas dan vida y color a las casas, sobre todo, a las casas de solteros o de personas que, sin serlo, viven solas.
Esta floristería la lleva un matrimonio con hijos pequeños. Son muy agradables; él tiene los ojos muy azules, ella es estilosa, delgada. La verdad es que el local no invita a entrar y observar las flores que podrías llevarte a casa: es un local pequeñito, con poco escaparate. Pero lo cierto es que aquí no existe la costumbre de comprar flores sin una razón de peso. Y estaría bien: comprar flores porque llega el fin de semana, porque inauguramos el mes, porque acabas de limpiar la casa y todo está que reluce de limpio, porque tienes invitados a cenar, porque te van a visitar tus padres u otros miembros de la familia, porque viene un amigo a tomar café y a escuchar música, porque te vas a quedar toda la tarde sentado en la butaca, al sol, leyendo con las Variaciones Goldberg, de fondo. Las flores acompañan y alegran por su color -en general, no huelen a nada-.
Pues eso: hay que comprar flores y celebrar cualquier motivo para la alegría, por pequeño que pueda parecer.
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